12 septiembre, 2007

Ahora ella, le despreció

Tras las clases, la pequeña Ana, acudía corriendo a su cita con los juegos. En ese diminuto circo romano encofrado en el cristal de conservas en desuso de su abuela, preparaba condenados que hacía presos en el patio de su escuela. Sus primeros experimentos consistieron en seccionar las antenas de cuadrillas de hormigas hermanas y, ciegas, batallaban hasta quedar extenuadas.

La ambición del espectáculo fue en aumento y el cortejo de gladiadores diversificándose. En una ocasión su padre le aportó una mantis religiosa de cortantes tenazas, que mantuvo el cetro de campeona largo tiempo pasando por sus cuchillos infinidad de saltamontes, avispas, grillos, e incluso, una pequeña lagartija. Como el mejor de los césares, rendía culto a la fiereza de su favorita ofertándole retos cada vez mayores. Así, con ojos entre idos y admirativos echó a la arena su último trofeo: una enorme araña de jardín. Aunque la batalla prometía, la decepción sorprendió a la colegiala cuando, en milésimas de segundo, vio como volteaba y clavaba los quelíceros succionadores en el abdomen del insecto. Apenas tuvo tiempo de realizar el ritual del pulgar ejecutor. En cualquier caso, de haber tenido oportunidad, el dedo le hubiera temblado ante el panorama de perder tan magnífico animal. Con más enfado que respeto por el nuevo ganador, renunció a su gloriosa actividad vespertina y le mantuvo en estricto ayuno durante cuatro días. Despreocupado de tal castigo, el arácnido se fue enseñoreando del espacio extendiendo su tela a diferentes alturas del perímetro de su transparente prisión.

Templado ya su orgullo, la pequeña dictadora, vio en esta circunstancia una variante en su cruel diversión. Y volvió a jugar, y volvió a cazar eligiendo como coto el vidrio de las ventanas, donde las moscas repiqueteaban con sus cabezazos y se posaban a observar el inalcanzable paisaje exterior. Incansablemente, observó una y otra vez cómo la tejedora accionaba sus ocho patas para hacer presa y ovillos de sus víctimas. Y la afición seguía su curso hasta que un día dio con un moscardón. Al igual que las anteriores inocentes, al ser empujado por la boca del bote de las batallas, se enredó con facilidad en la seda fatal. De algún modo, la araña se percató del tamaño de la nueva presa pues no hizo los aspavientos de desperezamiento habitual y tensó toda su anatomía como un resorte. Avanzó sobre sus hilos con cautela, pero decidida. El ser alado también pareció ser consciente de que una horrible muerte se aproximaba pues, de repente, comenzó a temblar hasta que arrancó lo que le sujetaba y salió lanzado estrellándose sonoramente contra la tapa del habitáculo. La niña se asustó. Aprovechando el aturdimiento del díptero, la enredadora se lanzó en pos de él. Lleno de pánico realizó un vuelo suicida hacia el suelo atravesando y destrozando desesperadamente las redes. Y de nuevo, la ágil equilibrista, corrió en busca del bocado. En esta ocasión logró enganchar una de las patas traseras y Ana presenció este momento con verdadero horror. Notó una intensa vibración en sus manos mientras sujetaba su pequeño circo. La mosca se estiraba para huir y las paredes cerradas amplificaban el zumbido dándoles matiz de gemido. Volvió a escapar varias veces hasta que la tejedora puso fin a la historia, pero a la infante se le grabó esa petición de socorro, casi humano, desesperada a la que no fue capaz de atender. Aquella fue la última función que quiso presenciar. Experimentando la crueldad vivió el arrepentimiento y la piedad.

Como otras veces, su padre le trajo un nuevo compañero de juego, un nuevo regalo... ; pero ahora ella, lo despreció.

Nota del autor: Como quiera que todo buen zoólogo ha tenido una infancia turbia en sus primeros contactos con su amada fauna, rescaté un relato de ficción, con tintes autobiográfico de una experiencia que espero toque la fibra del respeto por esos maravillosos compañeros de viaje en este planeta. Donde hubo pecado, sobreabundó la Gracia, dicen.

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